Consideraciones Antinihilistas XVII
XVII
Miedo y desesperación. Conciencia y existencia.
El miedo es sentimiento inmediato y predominante en una época de descomposición social, decadencia política y crisis histórica. El miedo es el grito visceral de la impotencia de desesperación; es, al parecer, la única expresión individual y colectiva que se permiten a sí mismos los hombres, bajo el dominio de la enajenación y alienación en vías de convertirse en extremas, y, por lo tanto, insoportables. Es espantoso que el miedo represente a los hombres que sienten y saben, que están encaminados hacia el terror y el horror, como situaciones de una sociedad decadente.
Es posible, con alto margen de probabilidad, que los hombres en estado de decadencia sucumban, cuando la sociedad es decadente; lo uno y lo otro, llegan a configurar semejante unidad, cuando el miedo individual es reflejo del temor social y colectivo. El carácter estrujante de la percepción del predominio del temor y su efecto paralizante –el pánico, o pavor- aparece como mayor y más grave, porque esos estados anímicos sólo son explicables por la supresión casi total y definitiva, de las ideas del bien, la verdad y la belleza, y eso es espantoso, porque es imposible que la vida del hombre sea humana sin esas ideas y vivencias de ellas; es imposible abrigar el sentido de humanidad, sin las ideas representativas de sus principios, fines y esencia. Y el estrujamiento es total, cuando el pensamiento descubre que la supresión del bien, belleza y verdad implica la supresión del amor en la sociedad, y también en la vida individual. Amor como creencia en algo superior y resolutivo del sufrimiento, y en la esperanza.
El estado final, resultante de esas supresiones y desplazamientos, es la desesperación como estado de confusión, renuncia, resignación, sumisión y auto abandono. Es insostenible la pretensión de suponer que semejante estado puede ser, a pesar de todo, humano, y sin embargo, lo es, porque alguna vez lo fue; y ese vestigio, por pálido y pequeño que fuera, sería la condición de posibilidad y fortaleza –por mínima que quiera considerársele- para la delimitación de la desesperanza y búsqueda de resolución, al menos en la idea, al menos en la subjetividad; cuando esto último llegara a resultar imposible, entonces la historia sería una verdadera monstruosidad, y la humanidad habría sido suprimida.
Es horrendo y doloroso admitir que esto ha ocurrido en tiempos pasados, remotos y recientes. Y el anuncio terrible y desgarrador, del advenimiento de una monstruosidad histórica, son las situaciones sociales que tienden a hacer imposible y mortalmente peligrosa, la expresión del pensamiento crítico y humanista –anti nihilista- que es, precisamente, el reducto último donde encuentran refugio la voluntad y esfuerzo de pensar la delimitación de la desesperanza; ese pensamiento también es reducto reflexivo de sus posibilidades de resolución, o al menos, para el reconocimiento de su origen y efectos.
El pensamiento mencionado, lo merece cualquier individuo, porque tiene la aptitud de pensar; es la aptitud que se debe conservar, fortalecer y engrandecer para contribuir al menos, a la resistencia frente a la alienación que se extiende, que deja tras de sí, la tierra quemada y estéril de la desesperanza.
Es importante que los hombres que abrigan el sentido de humanidad, preserven y nutran, la llama de luz que es la esperanza de la belleza, el bien y la verdad; a veces, desde la resistencia, a veces, desde el exilio; a veces, con la palabra; a veces, con el distanciamiento del ámbito histórico-social en descomposición, decadencia y en crisis; y también, de modo paradójico, a través del silencio que observa y aprende, y en su soledad, elabora propuestas y proyectos, entre las sombras y la discreción, con destino probable en los hombres del futuro, y como reflejo de promesa de esfuerzo de liberación, para los hombres del presente, caídos en la desesperación.
Descomposición social, decadencia política y crisis histórica, en su unidad, son anuncio de una transición hacía “algo” imponderable y desconocido; sea lo que fuere, una cosa es segura entonces: advendrá un sufrimiento mayor, para individuos y grupos, clases y pueblos; es el sufrimiento mayúsculo que significa la eclosión final y más poderosa, de una época que llega a su final, de un mundo que muere, y de otro, que quiere nacer entre la ruinas sombrías de un mundo que se atrevió a prescindir de las ideas del bien, la belleza y la verdad.
Pensar la unidad de la transición mencionada, también significa que ha sido conquistada la autoconciencia de una época en agonía, porque están a la vista la aparición de las posibilidades últimas, gestadas en la formación inicial del mundo que muestra encaminarse a su desaparición; ese pensar, es como el núcleo de neutrones que permanece, luego de la eclosión y muerte de una estrella supergigante.
Sin embargo, el pensar que reconoce las condiciones y componentes de su devenir y su relación con el mundo, jamás permanece en el examen de la descomposición, decadencia y crisis; frente a la situación extrema, enmudece, pero sin cesar la contemplación de la destructividad y disipación desorientada de las fuerzas últimas del mundo en agonía; pero no se reduce a esa contemplación: así como ve la caída del atardecer sombrío de un mundo que fenece, la condición de espíritu que es el núcleo del pensar, lanza los primeros rayos de la luz de un nuevo amanecer para el hombre y el mundo.
El pensar busca salvarse él mismo, siempre, porque es la actualidad de los principios de la humanidad; el pensar de manera indefinida las miserias de la crisis, los terrores de la decadencia y el horror de la descomposición, alienación y desesperación, terminaría convirtiéndose en pensamiento bloqueado en su relación con el mundo, bajo la presión de la oquedad del mundo. Semejante reflexión –viciada y circular- sólo la resistiría un “cerebro de bronce”, sin la expectativa de su utilidad, o ilusión de su inutilidad, caída en la trampa del pensar la descomposición por pensar la descomposición; de pensar la decadencia por pensar la decadencia; de pensar la crisis por pensar la crisis.
La reflexión no es de bronce, es de actos de espíritu que destella, en medio de la noche más oscura, porque los hacen posible los principios de la humanidad y por eso, el pensamiento reflexivo mira al hombre cuando nada queda para ser mirado. Esos son los actos de validez del pensar que busca la luz del amanecer, en un horizonte incierto; y esto es válido, porque esos actos son la fuente de luz de sí mismos, como el sol, que es origen de su luz; son los momentos de tristeza del espíritu, porque nada puede hacerse, porque ya nada es posible hacer en el mundo hundiéndose en sus propias sombras.
La luz que entonces queda es la teoría que piensa el futuro posible, y las figuras que podría tomar el nuevo mundo, a punto de llegar. De esta manera es como el espíritu muestra lo que es –sin temor a la exageración: su inmortalidad, esto es, la medida y figura de la inmortalidad del hombre. Pero esa iluminación no es serena, tampoco plana o dichosa: es trágica, porque proviene de emociones fuertes y continuadas que padecen los hombres y afectan al pensamiento que deviene en medio de cansancio creciente; es trágica, porque brota entre tensiones excesivas y prolongadas, que, en conexión con lo anterior, amenazarían al pensar con el colapso, simultáneo al del mundo que sucumbe.
Por esto es que el nacimiento de una nueva figura del espíritu es, al igual que el nacimiento de un mundo nuevo, o de una nueva vida humana, con dolor, dificultad y violencia. El nacimiento de una nueva figura del espíritu es así, cuando predomina el cansancio colectivo propiciatorio de la indiferencia frente a la decadencia política y descomposición social. En la indiferencia que representa la tristeza infinita de la ruina de los hombres, la conciencia fatal de que todo está perdido, de que es inútil cualquier esfuerzo, entonces cae el telón de la historia, y tal vez, del olvido, … pero con un destello de luz, intenso o tenue -no importa- en la penumbra casi total; lo importante y valioso, es que permanece cierta luminosidad.
Es posible, con alto margen de probabilidad, que los hombres en estado de decadencia sucumban, cuando la sociedad es decadente; lo uno y lo otro, llegan a configurar semejante unidad, cuando el miedo individual es reflejo del temor social y colectivo. El carácter estrujante de la percepción del predominio del temor y su efecto paralizante –el pánico, o pavor- aparece como mayor y más grave, porque esos estados anímicos sólo son explicables por la supresión casi total y definitiva, de las ideas del bien, la verdad y la belleza, y eso es espantoso, porque es imposible que la vida del hombre sea humana sin esas ideas y vivencias de ellas; es imposible abrigar el sentido de humanidad, sin las ideas representativas de sus principios, fines y esencia. Y el estrujamiento es total, cuando el pensamiento descubre que la supresión del bien, belleza y verdad implica la supresión del amor en la sociedad, y también en la vida individual. Amor como creencia en algo superior y resolutivo del sufrimiento, y en la esperanza.
El estado final, resultante de esas supresiones y desplazamientos, es la desesperación como estado de confusión, renuncia, resignación, sumisión y auto abandono. Es insostenible la pretensión de suponer que semejante estado puede ser, a pesar de todo, humano, y sin embargo, lo es, porque alguna vez lo fue; y ese vestigio, por pálido y pequeño que fuera, sería la condición de posibilidad y fortaleza –por mínima que quiera considerársele- para la delimitación de la desesperanza y búsqueda de resolución, al menos en la idea, al menos en la subjetividad; cuando esto último llegara a resultar imposible, entonces la historia sería una verdadera monstruosidad, y la humanidad habría sido suprimida.
Es horrendo y doloroso admitir que esto ha ocurrido en tiempos pasados, remotos y recientes. Y el anuncio terrible y desgarrador, del advenimiento de una monstruosidad histórica, son las situaciones sociales que tienden a hacer imposible y mortalmente peligrosa, la expresión del pensamiento crítico y humanista –anti nihilista- que es, precisamente, el reducto último donde encuentran refugio la voluntad y esfuerzo de pensar la delimitación de la desesperanza; ese pensamiento también es reducto reflexivo de sus posibilidades de resolución, o al menos, para el reconocimiento de su origen y efectos.
El pensamiento mencionado, lo merece cualquier individuo, porque tiene la aptitud de pensar; es la aptitud que se debe conservar, fortalecer y engrandecer para contribuir al menos, a la resistencia frente a la alienación que se extiende, que deja tras de sí, la tierra quemada y estéril de la desesperanza.
Es importante que los hombres que abrigan el sentido de humanidad, preserven y nutran, la llama de luz que es la esperanza de la belleza, el bien y la verdad; a veces, desde la resistencia, a veces, desde el exilio; a veces, con la palabra; a veces, con el distanciamiento del ámbito histórico-social en descomposición, decadencia y en crisis; y también, de modo paradójico, a través del silencio que observa y aprende, y en su soledad, elabora propuestas y proyectos, entre las sombras y la discreción, con destino probable en los hombres del futuro, y como reflejo de promesa de esfuerzo de liberación, para los hombres del presente, caídos en la desesperación.
Descomposición social, decadencia política y crisis histórica, en su unidad, son anuncio de una transición hacía “algo” imponderable y desconocido; sea lo que fuere, una cosa es segura entonces: advendrá un sufrimiento mayor, para individuos y grupos, clases y pueblos; es el sufrimiento mayúsculo que significa la eclosión final y más poderosa, de una época que llega a su final, de un mundo que muere, y de otro, que quiere nacer entre la ruinas sombrías de un mundo que se atrevió a prescindir de las ideas del bien, la belleza y la verdad.
Pensar la unidad de la transición mencionada, también significa que ha sido conquistada la autoconciencia de una época en agonía, porque están a la vista la aparición de las posibilidades últimas, gestadas en la formación inicial del mundo que muestra encaminarse a su desaparición; ese pensar, es como el núcleo de neutrones que permanece, luego de la eclosión y muerte de una estrella supergigante.
Sin embargo, el pensar que reconoce las condiciones y componentes de su devenir y su relación con el mundo, jamás permanece en el examen de la descomposición, decadencia y crisis; frente a la situación extrema, enmudece, pero sin cesar la contemplación de la destructividad y disipación desorientada de las fuerzas últimas del mundo en agonía; pero no se reduce a esa contemplación: así como ve la caída del atardecer sombrío de un mundo que fenece, la condición de espíritu que es el núcleo del pensar, lanza los primeros rayos de la luz de un nuevo amanecer para el hombre y el mundo.
El pensar busca salvarse él mismo, siempre, porque es la actualidad de los principios de la humanidad; el pensar de manera indefinida las miserias de la crisis, los terrores de la decadencia y el horror de la descomposición, alienación y desesperación, terminaría convirtiéndose en pensamiento bloqueado en su relación con el mundo, bajo la presión de la oquedad del mundo. Semejante reflexión –viciada y circular- sólo la resistiría un “cerebro de bronce”, sin la expectativa de su utilidad, o ilusión de su inutilidad, caída en la trampa del pensar la descomposición por pensar la descomposición; de pensar la decadencia por pensar la decadencia; de pensar la crisis por pensar la crisis.
La reflexión no es de bronce, es de actos de espíritu que destella, en medio de la noche más oscura, porque los hacen posible los principios de la humanidad y por eso, el pensamiento reflexivo mira al hombre cuando nada queda para ser mirado. Esos son los actos de validez del pensar que busca la luz del amanecer, en un horizonte incierto; y esto es válido, porque esos actos son la fuente de luz de sí mismos, como el sol, que es origen de su luz; son los momentos de tristeza del espíritu, porque nada puede hacerse, porque ya nada es posible hacer en el mundo hundiéndose en sus propias sombras.
La luz que entonces queda es la teoría que piensa el futuro posible, y las figuras que podría tomar el nuevo mundo, a punto de llegar. De esta manera es como el espíritu muestra lo que es –sin temor a la exageración: su inmortalidad, esto es, la medida y figura de la inmortalidad del hombre. Pero esa iluminación no es serena, tampoco plana o dichosa: es trágica, porque proviene de emociones fuertes y continuadas que padecen los hombres y afectan al pensamiento que deviene en medio de cansancio creciente; es trágica, porque brota entre tensiones excesivas y prolongadas, que, en conexión con lo anterior, amenazarían al pensar con el colapso, simultáneo al del mundo que sucumbe.
Por esto es que el nacimiento de una nueva figura del espíritu es, al igual que el nacimiento de un mundo nuevo, o de una nueva vida humana, con dolor, dificultad y violencia. El nacimiento de una nueva figura del espíritu es así, cuando predomina el cansancio colectivo propiciatorio de la indiferencia frente a la decadencia política y descomposición social. En la indiferencia que representa la tristeza infinita de la ruina de los hombres, la conciencia fatal de que todo está perdido, de que es inútil cualquier esfuerzo, entonces cae el telón de la historia, y tal vez, del olvido, … pero con un destello de luz, intenso o tenue -no importa- en la penumbra casi total; lo importante y valioso, es que permanece cierta luminosidad.
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