La caída del socialismo autoritario de la Unión Soviética y desaparición del régimen socialista en los países de Europa oriental, junto con el advenimiento de la civilización de la globalización, son acontecimientos históricos que tienen varios significados; entre ellos, merece destacarse su representación como anuncio de un cambio incierto en la civilización mundial, o mundo que tiene centro, estructura y dirección, en la vida histórica de Estados Unidos.
Otro significado de los mismos hechos es que dieron término al período de casi medio siglo, que fue la llamada guerra fría, y que fueron años de tensión y ansiedad para los hombres, quienes vivieron bajo la amenaza de la guerra nuclear, de peligro de extinción de la especie humana y el terror frente a la incertidumbre del mañana, o imposibilidad de certeza en un futuro promisorio.
Para la mayoría de los países involucrados desde un principio en el cambio de civilización, representado por el neoliberalismo y economía de libre mercado, los resultados son diferentes a las promesas de prosperidad y mejor reparto de la riqueza, y que fueron señalados en 1980. Esos resultados han sido peores para los países que se vieron -o sintieron obligados, a incorporarse de manera intempestiva, al cambio de forma del capitalismo que ha significado la globalización.
Los efectos del cambio de civilización y de figuras económicas nacionales, internacionales y mundiales, son visibles en el mundo entero, luego de transcurrida la primera década del siglo XXI.
En los mismos tiempos, la confianza en que el mundo histórico de la globalización vaya al menos, a estabilizarse –no digamos, repararse- no pasa de aparecer como deseo de buena voluntad: el futuro es incierto para todos los países—ricos o pobres- del Norte y del Sur, con la diferencia siguiente: para algunos de ellos, la incertidumbre, temor y zozobra son mayores: varios de ellos, del Sur, presienten que podrían desaparecer como naciones soberanas, o más aún, que ya han entrado en vías de extinción como tales.
Y no obstante la incertidumbre y ansiedad, es necesario, pensar acerca del futuro, a partir de la observación reflexiva de las fuerzas políticas y económicas y de las tendencias sociales y políticas del presente.
Pensar en el futuro implica el reconocimiento de sus fundamentos en el presente, que es su condición: lo que llegue a ser el futuro, lo será sobre las bases del presente mundo histórico de la civilización de la globalización. Y es el momento de decirlo: la crisis del mundo globalizado es uno de los principales efectos de la guerra fría, que fue posible por el poderío económico y financiero del capital que, después del término de la segunda guerra mundial, parecía inmenso, inagotable; también fue posible por la insensatez de la Unión Soviética, al haber reducido el inmenso cambio histórico que representó el primer Estado socialista, a la competencia tecnológica militar con Estados Unidos.
Las dos potencias cayeron en una competencia siniestra; el estado del mundo, en los primeros años del siglo XXI, es una de las figuras del precio que la vida histórica de los hombres tiene que pagar, por haber financiado –durante tanto tiempo- el enorme costo de la política del terror que fue la guerra fría, mediante el derroche de la riqueza producida por la sociedad. La Unión Soviética ya pagó el precio, de manera extrema y radical.
Estados Unidos busca el modo de que el precio que le corresponde cubrir sea pagado entre todos sus amigos, aliados y vecinos. Esto último es una tendencia del presente, y, por lo tanto, un adelanto del futuro probable: la inimaginable crisis irrefrenable de Estados Unidos.
Es importante señalar que, en el contexto de las condiciones históricas y situaciones del presente, acontecen hechos sociales, políticos y culturales que merecen destacarse, en atención a lo que representan: el espíritu de una época, que es expresión de un mundo histórico en transición.
Dicho de manera breve, el espíritu es la autoconciencia que sabe de su formación, y sabe de esto mediante sí misma, y lo sabe por sí misma, trátese de una conciencia individual, un grupo, una clase o un pueblo. Es por eso que el espíritu abriga la realidad de la existencia, por igual, de un individuo, un grupo, una clase, un pueblo; es por esto que el espíritu es lo opuesto de la ideología y superación de la alienación. El reconocimiento colectivo del espíritu pone límite a la expansión de la desesperanza y terror.
Bajo el amparo de la precisión anterior, es procedente mencionar que, en la civilización de la globalización, la transición histórica civilizatoria es incierta; en ese contexto, son evidentes dos acontecimientos que, de manera provisional, pueden denominarse “culturales”, y que tienen significado antropológico, junto con implicaciones radicales para el devenir inmediato de la especie humana. Por esto podrían considerarse como implicaciones ontológicas, esto es, con el ser del hombre, con el ser material de la especie humana y más aún, con la representación de sí mismo del hombre.
Este planteamiento, que puede parecer aterrador, proviene de la consideración de dos situaciones histórico-espirituales, y que dan significación a la conquista por parte del hombre, de dos poderes en particular: uno, el poder de dirigir, rediseñar y planificar su propia evolución biológica, y la otra: ha conquistado el poder de convertir la materia en energía, y parece estar a un paso de conquistar el poder de crear la materia.
Es importante la precisión de las dos situaciones histórico-espirituales que hacen posible esas conquistas. Una, es el desarrollo de la tecnología, posible mediante el financiamiento para ello por parte del capital, en los Estados más poderosos y consolidados. La otra, es de carácter espiritual: la voluntad de saber para controlar, de conocer para dominar. Control y dominio son figuras de la voluntad de descubrimiento de la verdad, pero no por amor a la verdad, tampoco por reconocimiento de ella como buena y valiosa; se trata de la voluntad de verdad para algo, para algo práctico, aplicable, manejable, controlable; y tras de esto, no está una pretensión teológica de encontrarse con Dios, o demostrar la existencia de Dios; eso sería humildad e hipocresía, por parte de las condiciones capitalistas que sustentan semejante voluntad de verdad.
Esta segunda situación histórico-espiritual, es inminencia de la realización de la ambición fáustica del hombre occidental, de la civilización europea, heredada a Estados Unidos; se trata de la voluntad de saber para tener poder, de conquista del poder que haría de dios y de la religión, algo innecesario y anticuado. Sería un poder tan grande, que haría algo que podría ver con indiferencia a la creencia en Dios; ese poder sería superior a la inmortalidad: sería el poder de crear el tiempo y el espacio, la materia y la energía. Por igual, es importante la precisión de la inviabilidad de la conversión de la tecnología en divinidad de una nueva religión, porque el hombre ya no necesitaría ni la una ni la otra: simplemente porque con ello, aparecería en otro plano cósmico, y con eso, el temor a la muerte, simplemente se convertiría en otra cosa, porque con ese poder, el hombre superaría verdaderamente a la naturaleza de donde surgió, y con ello, suprimiría la barbarie donde comenzó su evolución.
Hoy en día, el Centro Europeo para la aceleración de partículas de alta energía (CERN), construido en Suiza, es “el laboratorio” del Doctor Fausto; ahí, científicos avanzadísimos, de muchos países del mundo, buscan el bosón de Higgs, la partícula “responsable” de la gravedad, “profetizada” matemáticamente en 1962, denominada de modo eufemístico y provisional, como la “partícula de Dios”.
Semejante denominación expresa una insuficiencia temporal del lenguaje y pensamiento, para que el hombre actual acepte la representación de sí mismo como lo que implican los resultados de semejante tecnología, encaminada a su auto perfeccionamiento. Esas insuficiencias comenzarían a alcanzar su satisfacción, en la medida en que las implicaciones de ese poder y tecnología conquisten los conceptos apropiados que pueda asimilar la conciencia social y el pensamiento colectivo; sería un proceso lento, y tal vez, difícil, pero resuelto también, en la medida en que el poder tecnológico conquiste su perfección consolidada.
El impacto de resultados y eficacia de ese poder en el pensamiento social sería intenso y grande, pero no demoledor, no aniquilador; sería, ciertamente, un cambio histórico sin comparación, en las bases objetivas del pensamiento y en las formas de la actividad del hombre, y por supuesto, cerraría toda una etapa en la evolución de la especie humana y de la relación del hombre con el mundo; claro que, por igual, afectaría la auto-representación de la humanidad, esto es, el espíritu.