Jorge Vazquez Piñon

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NEXO ENTRE MÉXICO Y EL OCCIDENTE

NEXO ENTRE MÉXICO Y EL OCCIDENTE

México es como un “nudo” de la civilización occidental; todo nudo tiene dos puntas; en el caso de esta alegoría, una de ellas, es la propia del devenir de México como pueblo y Estado-Nación. Es la línea de formación mestiza de la población que, en cuanto surgió, fue doblada y amarrada sobre sí misma, a la vez que entretejido con las instituciones de Occidente; en ese doblés, las culturas autóctonas mesoamericanas resultaron asimiladas o disueltas, y sus sobrevivientes -en parte- fueron condición de mestizaje, y en parte conservaron su pureza étnica. El cristianismo y las formas neo-feudales de producción y convivencia social, fueron las instituciones más influyentes y decisivas en el devenir formativo de México. Este “pliegue” sobre sí mismo, es imagen del devenir recién mencionado, y condición de continuidad histórica que quedaría representada en el entretejido de lo autóctono-mestizo con formas de esclavitud, adoctrinamiento y exigencia de sumisión que, en su unidad, resultaron constitutivas de condiciones históricas de formación lenta de un nuevo pueblo. Durante el tiempo de su formación, la Iglesia de Roma y el Tribunal del Santo Oficio “regulaban” –por decirlo de manera generosa- la formación moral de la conciencia social del pueblo nuevo en proceso de constitución. En esto consiste nuestra alegoría del nexo (nudo) histórico-cultural entre México y el Occidente.

México forma parte de la civilización occidental, es Occidente, pero de manera simultánea, “ama” la carga de memoria incierta de culturas precolombinas, que fueron aniquiladas en el siglo XVI, pero “ desea” la reconstrucción mental de ellas, y también material, de los vestigios arqueológicos; estos esfuerzos culturales son figura del deseo de constitución de una identidad propia con base en los fantasmas ancestrales, mediante la imagen de la memoria incierta y casi vacía que han conservado núcleos de población indígena, en extraña mixtura de ella con el cristianismo, y asimilada a la liturgia de la Iglesia Católica.

Con el régimen dictatorial de Porfirio Díaz, México comenzó a vivir –sin justicia- el impacto de las nuevas tecnologías, como la máquina de vapor, la siderurgia y el electromagnetismo aplicado a las comunicaciones; también, las nuevas técnicas bancarias para la administración del préstamo de capitales y pago de intereses. Después del triunfo de las fuerzas de Venustiano Carranza y Alvaro Obregón, y derrota de las fuerzas de Emiliano zapata y Francisco Villa, las instituciones políticas del régimen revolucionario (1920-2000), diseñaron un sistema de dependencias gubernamentales y constituyeron un conjunto de estrategias, susceptibles de valoración como adecuadas formas de reconocimiento de México como parte de Occidente. Esas dependencias y estrategias enfatizaron lo autóctono-indígena y la cultura mestiza como constituyentes relevantes del pueblo y Estado-Nación. Fue período en que al menos dos veces, la Iglesia resintió el poder del régimen post-revolucionario; la fe católica, la formación cristiana de la conciencia social o colectiva, no cambió, no se abrió a una reforma cristiana de su propia conciencia religiosa. No obstante, el siglo XX mexicano puede denominarse apropiadamente -y con palabras de Toynbee- como el período confirmatorio de occidentalización de México, como momento de reafirmación de su pertenencia a la civilización occidental. Consideramos pertinente la mención de ese periodo como momento de definición suprema del “nudo” o nexo entre México y el Occidente, que es fundamento de vida histórica mexicana contemporánea, y sigue la dirección y pautas que Estados Unidos marca a la renovación de Occidente con la figura de civilización de la globalización. Es la civilización que ya no tiene a Europa como único centro estructural del movimiento de fuerzas históricas y sociales. Es un sub-centro de los varios que ha constituido el devenir de la civilización, después de la Segunda Guerra, luego de la desaparición de la URSS y formación de bloques productivos y comerciales que han aglutinado a los países que tienen posibilidades de crecimiento capitalista –de manera injusta y desventajosa-, es cierto; y también, para mantener bajo control del nuevo orden mundial, a la mayoría de los países que no tienen posibilidades de acumulación de capital, desarrollo de fuerzas productivas, generación de riqueza y de acceso masivo al consumo y crédito.

La occidentalización del mundo es un hecho global anunciado por Toynbee en la medianía del siglo XX; una vez consumado, está en curso de desarrollo de nuevas figuras en las primeras décadas del siglo XXI. Las crisis de la civilización occidental se tornan globales, afectan a todos los pueblos, implican a todas las naciones.

“Está llegando a su fin la civilización occidental?”; “Podrá nuestra civilización vencer la crisis actual, y elevarse todavía a mayores alturas, o está condenada a una muerte que se aproxima a pasos agigantados?”; estas son las preguntas que J. G. de Beus consigna en su libro El futuro de Occidente publicado en 1955 en español por la editorial Aguilar; anteriores. El planteamiento de las mismas preguntas con relación a México, sugiere las siguientes interrogantes.

Primera:

por efecto del probable cierre de la “etapa final de la civilización occidental” mencionada por Toynbee y aceptada de parte de J. G. de Beus, ¿está México llegando a cierta clase de fin de su vida histórica?

Segunda:¿podrá México vencer la crisis actual y elevarse todavía a mayores alturas?

Tercera: ¿está México condenado a una muerte que se aproxima a pasos agigantados?

Respecto a la primera, es una certeza que México ha realizado las posibilidades histórico-sociales y político-culturales propiciadas por la Revolución de 1910. El régimen político priísta-revolucionario impuso la paz social y construyó el desarrollo económico y social que fue reconocido por Occidente en la década 1960-1970; fue régimen político que aniquiló todo intento de insurrección o rebeldía, sin mayor consideración de ética política o moral gubernamental, a la vez que propiciaba la formación del capital necesario para el mejoramiento social de la población mediante la acción del Estado revolucionario y benefactor. El gobierno fue, de 1920 a 1982, el principal empleador y generador de riqueza, a la vez que, por otra parte, propiciaba con toda la autoridad del Estado, la formación y desarrollo de la burguesía; el régimen post-revolucionario se apropió del movimiento de la clase trabajadora, y de la acción y control ideológico de obreros y campesinos. El Estado y el gobierno han mudado de forma; no son más los benefactores y empleadores principales; se han convertido en promotores de la inversión privada y desarrollo de empresas en sus tres figuras: pequeña, mediana y gran empresa. No son más, el empresario principal y más grande; todas sus propiedades empresariales -formas de acumulación de capital- fueron vendidas, rematadas o clausuradas entre 1982 y 1994. México adoptó en un lapso de doce años, un nuevo modelo operativo de gobierno, de desarrollo económico y social y nuevos criterios sobre el valor del trabajo –como valor económico, por supuesto- en el campo y la ciudad, en la industria, la administración gubernamental en los niveles municipal, estatal y federal, y de desempeño en la prestación de servicios, entre ellos, la educación pública. Sin duda, ha comenzado a operar una nueva concepción del trabajo, del desempeño laboral y del precio de la fuerza de trabajo; son criterios que suprimen la prestación de seguridad médica y social, y del régimen de pensiones y jubilaciones que fue orgullosa conquista de la Revolución, un triunfo de México y para México, por encima del pasado de oprobio, miseria, degradación moral y explotación inmisericorde que fueron “agentes constitutivos” en la formación del pueblo.

En 1955, cuando de Beus publicaba su libro, México vivía la etapa más fuerte y sostenida de un nuevo modelo económico –proteccionista y nacionalista- de intensa justicia social, de desarrollo educativo, y también de democracia controlada que no permitía oposición política verdadera, y menos toleraba la crítica al gobierno, al Presidente en turno, quien tenía un poder por encima de los principios constitucionales y republicanos. Hasta 2018, el gobierno era promotor del neoliberalismo; desde 1993, el gobierno fue partícipe no-protagonista de la civilización de la globalización, mediante un impresionante cantidad de tratados de libre comercio y compromisos internacionales con las naciones protagónicas de la globalización y representativas de la civilización occidental

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Respecto de la segunda cuestión, creemos que México sí podrá vencer la crisis actual, sin necesidad de un cambio estructural del régimen político; el recurso sería la vía democrática eficaz, verdadera y consolidada en el sentido estricto del término. Creemos que “elevarse a mayores alturas”, es expresión que tiene validez relativa, esto es, factible en el sentido de su inclusión y desempeño en el nuevo orden mundial, que genera las condiciones de su propia evolución, y por lo tanto, para México.

Respecto de la tercera, creemos que México no está “condenado a una muerte que se aproxima a pasos agigantados”; lo mismo creemos respecto de la cultura y civilización europeas. Creemos que México y Europa vivirán mucho tiempo, y que la civilización post-occidental tendrá vigencia prolongada, bajo el liderazgo —y condiciones de Estados Unidos- que todavía es el centro principal y más poderoso de la civilización global, el principal agente y vigilante del devenir del neo-capitalismo que determina la estructura del mundo histórico del siglo XXI. Todo fluye, todo cambia, dijo Heráclito, y es verdad; pero Estados Unidos no cedería el liderazgo mundial, aún teniendo en contra “la fuerza de las cosas”, por ejemplo, la supremacía económico-comercial de China. “El mundo resulta inimaginable sin Estados Unidos”, es idea que orienta y define proyectos económicos y sociales, y el pensamiento y acción de la política en el orden de la civilización de la globalización.

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RETRATO DE JIM MORRISON: VIDA, ARTE Y ROCK AND ROLL

RETRATO DE JIM MORRISON: VIDA, ARTE Y ROCK AND ROLL 1943-1971

Situaciones y circunstancias de Jim Morrison.

El paso de Jim Morrison por la vida y presencia del mundo, acontecieron en el período del esplendor del poderío norteamericano, posteriores a su victoria portentosa en la Segunda Guerra Mundial, y culminaron en la época en que la conciencia juvenil estadounidense comenzaba a manifestar el repudio a la barbarie genocida del ejército más poderoso del mundo, practicada de modo cotidiano en la guerra de Vietnam.

La vida de Jim Morrison transcurrió en el medio urbano, en diferentes lugares de Estados Unidos; su infancia y adolescencia transcurrieron en una familia de clase media; no pasó por carencias materiales; desde esta perspectiva, las bases materiales de su vida fueron suficientes para la conquista que logró de su independencia intelectual y emocional, a temprana edad; sin embargo, parece que toda su vida fue consciente de carencias afectivas y resentimientos respecto de sus padres; las puso de manifiesto en composiciones y presentaciones, de modo escandalizante, con ostento de inmoralidad; supo de los avances tecnológicos de la música en su época, y logró la conexión de su fuerte sensibilidad y arrolladora forma de artista, con las posibilidades de armonía, composición y melodía de instrumentos electrónicos, con la fuerza expresiva y matizada de su voz y carismática personalidad.

Jim Morrison alcanzó la suficiente configuración de conciencia –manifiestas en su fraseología, canciones y poesías- respecto de las principales instituciones de su época y sociedad; eso era el fundamento de su desempeño en los escenarios y figura de interpretación de sus canciones; ese fundamento es la base para referir que no había creído en la importancia social de la cultura, de la educación, de la religión y partidos políticos, inclusive, de la sociedad de consumo norteamericana. Desde esta perspectiva, está claro que no creyó en el american way of life; no creía en nada de esas tradiciones, y, sin embargo, no fue un nihilista radical y total; sí creía en otras cosas, lo manifestaba, pero sin elevar esas creencias al discurso o concepto, ni al análisis argumentativo de las creencias que hicieron posible su existencia como despliegue de sus posibilidades de vida, y el límite de sus acciones. El conjunto de esas creencias –objetivadas en su vida pública- fue la transversalidad de su devenir existencial; esto fue su actividad creativa, interpretativa y expansiva del rock and roll; su aportación a esa modalidad de la música contemporánea, sin duda alguna, ha sido representativa, de modo notable, de la sensibilidad estética del mundo occidental en la segunda mitad del siglo XX.

La transversalidad mencionada, fue el nexo de Morrison con el mundo y la época que le tocó vivir; ese mismo nexo también fue la mediación con sí mismo, el despliegue de sus posibilidades de vida y creatividad y contacto con sus limitaciones; esto último fue el acto en que culminó su juventud y el agotamiento de su vigor físico, y encuentro con la muerte, acontecido en un momento en que su existencia parecía expresión de una nueva voluntad, renovación de vida y de una actitud diferente frente al mundo.

La transversalidad referida, aparece como el conjunto de circunstancias que lo llevaron, de una vida de estudiante universitario de cine y fotografía, en Venice, California, al acercamiento a la música y el canto, y que, está de más decirlo, fue exitoso, productivo, impresionante y arrollador; lo que no está de más señalar, es que semejante circunstancia de desenvolvimiento en la construcción de música rock, aconteció sin que Morrison tuviera la suficiente formación técnico-musical para hacerlo, y sin embargo, lo hizo, porque tenía las suficientes condiciones subjetivas de formación literaria, sensibilidad estética y voluntad de acción y compromiso; sin duda alguna, logró conjugar la fuerza de su sensibilidad y voluntad de vida, con el desarrollo portentoso que mostró el rock en la década de 1960-1970, período correspondiente a su despliegue existencial como compositor, intérprete y presentaciones públicas frente a multitudes juveniles, que coincidían con Morrison es su frenesí de inconformidad, rebeldía, voluntad de saturación de los sentidos y aletargamiento de la conciencia, anestesiada precisamente por los excesos en lo primero.

Estética de Jim Morrison.

La consideración de las condiciones, situaciones y circunstancias de Jim Morrison, es el fundamento de su concepto como compositor, intérprete y agente del rock, del concepto de su existencia y obra estética; fue la estética de la música rock el punto de partida y el sustento de su existencia, unidad de su actividad y obra, y de la cual se alejó tardíamente, con propósitos que nunca aclaró; cuando intentó distanciarse de su existencia estética como agente del rock, ya era demasiado tarde para su espíritu agotado, su corazón debilitado y su cuerpo exhausto, precisamente por su afán de saturación de los sentidos. Esto fue el proceso de vida, de derroche de compromiso, de exceso del esfuerzo intelectual y físico, de autoinmolación de su cuerpo, salud y vigor físico en el altar de fuego del rock, donde él, supremo sacerdote, se ofrecía en sacrificio sensible, a la divinidad de la sensibilidad estética empírica, a la que entregó su vida. La relación empírica con esa divinidad fue el fundamento de su obra; de ese modo, el individuo Morrison, su concepción de la estética y su obra, ganaron un lugar en el mundo, y pagó el precio de haberse resistido a someter a crítica los fundamentos de su vida y obra, y más aún, por haberse rehusado a imprimir el sello de la evolución a su existencia y obra, y de ese modo conquistar la elevación de la una y la otra, al significado de la universalidad artística.

Hay evidencia suficiente de que Morrison sabía del espíritu que hay más allá de la representación inmediata del mundo y de la vida, y que está más allá de la experiencia sensible; por supuesto que su obra es parte de la cultura del rock, y representativa del espíritu norteamericano de aquella época; es evidente que sabía que hay un mundo universal y representativo de la humanidad, y que es el reino del espíritu; lo sabía, pero no quiso ingresar en él; hizo de su obra y relación con el rock, una pantalla donde proyectó con la mayor intensidad de que era capaz, la fuerza de su voluntad de sensibilidad y de experiencia empírica, y cerró esa fuerza en sí misma, condenándola al agotamiento en su interior, no obstante que sabía del reino del espíritu viviente detrás, y más allá de esa pantalla de inmediatez; se redujo a la empiricidad, y no se alejó de ella; es probable que la haya traspasado de modo subjetivo, en un momento de extraña lucidez y sobriedad, pero sin llevar esa reflexión al concepto de su acto, y por lo tanto, de emancipación de formas de conciencia logradas, y de figuras de experiencia constituida en la relación con esa pantalla.

La vida y obra, presencia y memoria de Jim Morrison, en su conjunto, ha sido reflejo de la época que vivió, y también de nuestro mundo actual, mundo que, en su unidad, vive dominado por la fuerza y el deseo del consumo: él hizo de su vida y obra, con evidente voluntad y clara intención, un largo proceso de consumirse a sí mismo en la creación de su obra, signada con la fuerza de la autodestrucción, y con el deseo de desaparecer en el acto mismo de la destrucción de todo principio, respeto, valor y moral; sin embargo, semejante voluntad de consumismo destructivo, era figura de búsqueda de un sentimiento de religiosidad diferente, de una religiosidad que lo hiciera sentir la disolvencia de la realidad y de sí mismo, en la simplicidad de lo eterno e inmodificable; esto puede ser la misma figura de las sensaciones empíricas y percepciones subjetivas propias de sus prolongados y frecuentes actos de consumo de drogas y alcohol, o combinación de ambos, que muy pronto resultó letal para su corazón; fue el vigor de la juventud, condición que le permitió resistir semejantes excesos; cuando llegó al límite de su resistencia, no era posible ninguna recuperación o tratamiento; al parecer, jamás visitaba a médico alguno.

En semejante desarreglo de los sentidos, embotamiento del cerebro y lenguaje, y descuido indolente del cuerpo y salud, Jim Morrison avanzó en su trayectoria de vida y constitución de su obra, mediante la conservación del equilibrio de las facultades principales; sin duda alguna, los procesos y experiencias de su formación cognoscitiva en su infancia y adolescencia, conformaron en él, bases epistemológica sólidas, y de modo consciente, generaba un impulso de armonía y equilibrio entre la facultad de conocer, la facultad de hacer –que abriga el deseo, el sentimiento, la pasión- y la facultad estética, que organiza a los sentidos, perfeccionándolos. El equilibrio y armonía entre las facultades es fundamento de la reflexión estética total, que significa unidad generativa del artista, en unidad con la generación de su obra; también se llama reflexión artística operativa, que es devenir del artista y su obra creativa; estas son las figuras de Jim Morrison como sujeto artístico que generó una obra de arte en la mediación de la reflexión estética; es evidente el nexo de esta figura de Morrison con la noción del arte del siglo XVIII, aportada por Klopstock: “El arte es una nostalgia de consumación total”; Morrison resolvió esa nostalgia en la continuidad del acto en que consumió –a lo largo de cinco años- una nostalgia por la religiosidad arcaica y primigenia, en búsqueda inútil y desesperada de su “autoconsumación total” en la muerte, a veces, fingida, a veces, deseada; pareciera que en ese acto, unía sus manos con Rimbaud –“el poeta vidente, inventor de lo desconocido”- y Artaud, -el explorador del sentimiento arcaico del nexo del hombre con el universo- en un delirio de arrojo al abismo de la subjetividad, significativo del acto articulado con la fuerza indestructible de los instintos. Sin embargo, Morrison conservaba una cierta lucidez, que era la estimación de sí como poeta y anarquista, la cual le hacía creer –de modo extrañamente infantil- que podía hacer lo que quisiera, con la inocencia fingida en no recibir una reacción de la cultura y una respuesta de la sociedad; lo fingía, porque entendía que sus conductas anárquicas tendrían un castigo; y los fingía también, porque se creía capaz de pagar el precio que fuera: parecía no importarle morir; en atención a esto, se hacía llamar “el rey lagarto”.

La búsqueda de Morrison de la consumación total, sin voluntad resolutoria de los ciclos que cumplía su reflexión estética en la constitución de su obra, fueron las dos condiciones principales de la lenta y tortuosa evolución de su rock, y tremenda dificultad comprensiva de su composición poética; la anarquía reinante en su reflexión estética, modo de vida y hábitos personales, liquidó con gran rapidez la disciplina básica manifestada en los años de formación universitaria. El deseo furioso y voluntad extrema para la saturación de los sentidos barrieron la disciplina organizadora de su actividad, formada en las aulas universitarias, y nunca la reconstituyó. Sus últimos meses de vida y el retiro en París, pueden interpretarse como un intento de introducir una nueva disciplina elemental es sus hábitos, alejándose en mucho, del estilo de existencia que tuvo durante cinco años, y que lo colocó en situación del trance de muerte, efecto de su fatiga corporal innegable, y de un cansancio mental extremo, resultantes de la experiencia dionisiaca, vivida con la máxima tensión que pudo soportar su juventud, y que, ciertamente, fue elevadísima. Desde esta perspectiva, la falta de disciplina en su reflexión estética, fue la limitante en la constitución de su obra poética y relación con el rock; lo mismo, también fue condición del perfeccionamiento de su estilo, a la vez que del estancamiento en el mismo, el cual aceptó quedara encerrado entre los muros del consumismo de sí mismo –con sus “hábitos” y presentaciones-, la escandalización espectacular y la repetición del estilo musical y escénico, que acabaron por conducirlo al tedio del rock, al aburrimiento con The Doors y al tedio con relación a sí mismo: fue el tedio de la exultante nostalgia de consumación total, en la anarquía total de la experiencia dionisiaca, sin horizonte ni sentido. Sin embargo –justo es decirlo- sí hubo un momento en que semejante intensidad de vida dionisiaca, fue realmente constituida con las grandes fuerzas del deseo y de la pasión, que definieron, en su oportunidad, el sentimiento de religiosidad que lo determinó desde el instante en que se hizo consciente de ello, y nunca lo resolvió: se petrificaron juntos. Esto pudo ser el momento en que Morrison abandonó el compromiso con la reflexión estética, en acto de preferencia de su sentimiento de religiosidad; eso parece haber sido el secreto de su existencia, y que tal vez, trataba de ocultarse a sí mismo: quería ser un hombre místico, alcanzar la disolvencia en la divinidad, conquistar el misticismo, luego del embotamiento extremo de los sentidos, sin resolución o emancipación; En 970, deja la ciudad de Los Angeles y el grupo de The Doors, con destino a París: en realidad, debió ser la India.

Creemos con firmeza, que la vida de Jim Morrison acabó en el momento en que abandonó la reflexión estética, y al hacerlo, renunció al compromiso esencial de los grandes artistas, que es “encontrar la gran verdad del mundo a través de la facultad estética y entregarla en sus obras (…) la noción de verdad es inseparable del mundo (…) cuando la obra de arte rompe cualquier conexión con la verdad del mundo, es una obra que vive en la orfandad y carece de la gravedad, del peso y la solidez que tienen las grandes obras que efectivamente expresan a las grandes transformaciones del hombre a lo largo de su evolución”; ¿cuál fue ese momento? Fue el momento en que debió entender que la repetición de la experiencia, del estilo de vida, rock y poesía, del tedio que se apoderaba de él, lo habían saturado; fue el momento en que se asumió más como poeta que otra cosa, y en ese momento falló, se falló a sí mismo, y pagó el precio: fue el momento en que, con toda seguridad, apareció por única vez en su existencia, la oportunidad de cambio radical de sí mismo, mediante el abandono de viejas relaciones sociales y asunción de nuevas relaciones sociales, impregnadas con otro sentido, y lo dejó escapar. Aquel momento pudo haber sido tal, como posibilidad de renovación radical del compromiso con la verdad del mundo y llevarlo a su expresión universal –mediante la reflexión estética- en el rock y la poesía; y afirmamos que tal momento ocurrió porque Morrison era un artista, y él lo sabía perfectamente, desde temprana edad

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[1] S. Iglesias. Situación del arte en los tiempos actuales. Ed. La Mueca, Morelia, 2003, pp. 48-49.

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NOVIEMBRE: INMERSIÓN EN EL TIEMPO Y OFRENDAS A LA MUERTE

NOVIEMBRE: INMERSIÓN EN EL TIEMPO Y OFRENDAS A LA MUERTE

En la región lacustre de Pátzcuaro se conserva la memoria de la ofrenda a la muerte, sin recuerdo consciente del origen ancestral de esta festividad. En esta parte de Michoacán, durante los últimos días de octubre, muchos de los habitantes se dedican a la preparación de los objetos y ritos que les permitirán enlazar, en la subjetividad del tiempo, el mundo de los vivos con el mundo de los muertos. Con alegría recóndita y entusiasmo sagrado que sólo ellos pueden reconocer entre sí, los indígenas, -hombres dignos, inescrutables y sabios-, preparan los secretos de su conciencia para el reencuentro con la presencia de quienes ya dieron el paso al mundo de la incorporeidad. La noche del día primero de noviembre es el manto mágico que cubre el reencuentro entre la vida y la muerte como dimensiones intrincadas de un mismo tiempo-ser; esa noche también es instante propiciatorio para dirigir la mirada hacia el interior de la vida en búsqueda del significado del acto de la muerte como puente entre dos mundos que pertenecen a un mismo tiempo, a un mismo ser.

Antes de que llegue la noche del primero de noviembre los indígenas acuden al cementerio cargando sus ofrendas, velas y veladoras, adornos con papel de china y calaveras de azúcar. Llegan al lugar de reposo de sus difuntos y acomodan la comida y los adornos con una veneración que mezcla admiración y alegría, respeto y reconciliación; lo hacen con un silencio y alborozo que sólo brilla en la mirada; es un contento que sólo ellos pueden sentir porque es la certeza de unir dos lados de un ser único que todo lo abarca, que todo lo envuelve. Cuando cae la tarde casi todas las tumbas se han transformado en altares, donde el nombre, el lugar y las características de cada objeto tienen un significado mágico y sagrado que se sustenta en la memoria silenciosa del esplendor glorioso de un pueblo antiquísimo que encontraba la felicidad aquí en la tierra por el convencimiento de que con su permanencia aquí, participaba en un regazo divino, cósmico y eterno. Los altares transforman y honran las tumbas que abrigan hombres hechos de tierra, para satisfacción de los muertos, porque la tumba de tierra es el lugar de unión de los remontados hacia el interior del tiempo, con el ser, exteriormente revestido de tierra. Honrar las tumbas significa honrar la unión de la vida con la muerte y del mundo con el tiempo; es honrar a los vivos como tierra viviente y a los muertos no como tierra muerta, porque la tierra es inmortal, sino más bien como tierra liberada, purificada y perfeccionada.

Antropólogos, poetas, urbanistas, filósofos, arquitectos, diseñadores, músicos, fotógrafos, arqueólogos, astrónomos y místicos; norteamericanos, asiáticos, europeos, uno que otro africano, latinoamericanos y muchos, muchos mexicanos llegan a Pátzcuaro el primer día de noviembre en autobuses y coches particulares. Apenas oscurece y a veces, desde antes de la puesta del Sol, el muelle se convierte en una aglomerada romería donde hay de todo, desde solemnidad hasta descaro; admiración, curiosidad y desfachatez. Las múltiples caras del poliedro de la cultura occidental, capitalista y decadente se aglomeran en el muelle de Pátzcuaro y en las lanchas, que por lo regular atraviesan el lago en treinta minutos, ese día lo hacen en veinte, para llegar a la Isla de Janitzio. En cuanto las lanchas llegan al muelle de la isla, todos, absolutamente todos caminan por la calle en espiral para llegar al cementerio. Durante ese trayecto, necesariamente cuesta arriba, el visitante va confrontando la idea previamente elaborada con lo que va encontrando paso a paso, hasta llegar al “campo santo”, donde la imaginación estalla ante el encuentro con decenas y decenas de cirios, velas y veladoras que para nada le dan un toque fantasmagórico al lugar, más bien todo lo contrario, porque la noche tiene la claridad de una luz que significa un enlace con otra concepción del tiempo y de la vida; cada sepulcro parece un templo pequeño cuyo sagrario es la conciencia de quien evoca la vida del yacente bajo la tierra.

El visitante se encuentra de pronto ante tumbas rodeadas de velas de distinto tamaño y grosor, adornadas con papel de china con cortes primorosos pero enigmáticos y cortados con tijeras guiadas por manos mágicas que dejan huecos en el quisquilloso papel, como delicadas figuras y formas indescifrables que transmiten sensaciones arcaicas y sencillas, casi imposible de asimilar inmediatamente, porque se refieren a una concepción enigmática sobre el laberinto del tiempo, la vida y el mundo; también está la bebida y alimentos favoritos del difunto, y están las mujeres de negros cabellos largos, tejidos en apretadas trenzas, con sus ropas típicas, hechas a mano, cuyo diseño y técnica no ha cambiado en siglos; algunas descalzas, otras no, pero los pies de las primeras muestran la apertura de los dedos por la búsqueda de la raíz del cuerpo en la tierra y para nada parece importarle las grietas ni las uñas engrosadas. Son como pies de barro petrificado que envuelven una delicada trama que empezó a formarse desde la primera vez que los pies de una niña se posaron sobre la tierra y puede ser que ese acto haya sido algo así como darse cuenta del estar en un mundo primigenio que desde siempre le había pertenecido. Otras mujeres usan zapatos, pero ninguna, absolutamente ninguna dirige la vista hacia los extraños. Todas, absolutamente todas, muestran una mirada que parece expresar recorridos inaccesibles y profundos, innavegables para quien no conoce la esencia del ser y del tiempo; parecen miradas que vagan por entre los recuerdos arquitectónicos, helados y transparentes de sensaciones y dioses que unen a la vida de este mundo con otro mundo, eterno y cerrado, que sólo se abre una vez al año, no exactamente para que regresen los muertos, sino más bien para que en su umbral se unan las almas de los que todavía están aquí con las de quienes ya superaron determinaciones materiales y relativizaciones del tiempo. A veces, los visitantes pueden asistir al momento supremo del ritual, que llega cuando los grupos familiares cantan con un lenguaje musical y sagrado y que no puede menos que parecer la rememoración de un antiquísima práctica guerrero-funeraria como homenaje final para ciertos hombres transfigurados en semidioses. Esos grupos no dejan de ofrecer la imagen de la vida social primigenia dominada por la obsesión de no desligarse de las sustancias indestructibles y prolíficas, eternas y fertilizantes.

Los visitantes transitan por entre las veredas que separan las tumbas y a su paso perciben conversaciones y soliloquios sostenidos en una lengua suave y discreta, musicalizada y enfática que sumerge a los indígenas en un diálogo que desdobla y aplana los pliegues del tiempo y que une a la vida con el recuerdo en una misma experiencia y que durará aquí, sembrada en la tierra, donde será vitalizada con la contemplación y el trabajo sobre las cosechas, fertilizadas por las lluvias que consigo trae el descenso a la tierra de las potencias mágicas de la fertilidad.

Casi todos los visitantes llevan cámaras fotográficas o de video; muchos de ellos llevan alcohol en la sangre y cerebro y así caminan entre las tumbas, como desconcertados; casi en nada se diferencian de estos quienes no ingieren alcohol, porque caminan entre los sepulcros y parecen como maravillados ante la imposibilidad de comprender inmediatamente las formas subjetivas y prácticas con que los indígenas traspasan la vida y la muerte en sus dos direcciones. Puede ser que sólo por esa noche la embriaguez significase el esfuerzo insuficiente de una valentía inútil para intentar rasgar el velo enigmático con que la cultura occidental ha cubierto a la muerte desde hace dos o tres milenios; puede ser entonces un acto de valentía para asomarse a un ritual que cada año se profana más y más. Pareciera que la conciencia occidental sólo puede resistir el impacto del encuentro con otro significado de la muerte con la condición de que los sentidos estén aturdidos y aletargados, o tal vez esto sea algo así como un intento inconsciente para tratar de intervenir, aunque sea de manera superficial en un rito enigmático, profundo y consagrado, en el que solamente pueden participar los elegidos por sus propias divinidades para revelar a ellos los secretos del tiempo, la vida y la muerte.

A muchos indígenas, ya profanados y corrompidos, les importa mucho la llegada de los mestizos y extranjeros, porque traen dinero; si estos quieren oír cantos que no comprenden, filmar altares o fotografiar ofrendas, tendrán que pagar. Para otros indígenas, los visitantes son extraños, llegados de lugares donde la muerte es la figura del dolor y desesperación, de la culpa y arrepentimiento, donde el morir es considerado un acto de despedida final. A estos indígenas sólo les importan sus meditaciones y recuerdos que los sumergen en un viaje imposible de compartir, hacia el fluir de su propio tiempo interior que se diluye en el tiempo cósmico que envuelve con su protección a una tierra consagrada a los dioses y favorecida por estos. Así como se cumple el ritual en Janitzio, igual sucede en otras poblaciones del lago y región patzcuarenses. Mito y magia, experiencia de que la vida y la muerte son pliegues de un mismo tiempo, cantos de los vivos y veneración de los muertos; lo sagrado y lo mundano, parecen unificarse en una noche cuya luminosidad y cánticos quisieran llegar hasta el pórtico de la eternidad, a donde se puede entrar y salir a condición de obtener la anuencia de los dioses que todo lo ordenan y todo lo conducen desde más allá de las constelaciones.

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