JIM MORRISON: SÍMBOLO, NO MODA DEL ROCK AND ROLL
Jim Morrison fue único en el devenir del rock; esta afirmación no es apología o acto de veneración a su memoria; más bien, es la expresión que pretende ilustrarlo como un fenómeno típico de la moda, en sentido estricto; fue una moda, excitante y aterradora a la vez, tan incitante como chocante; lo primero, para la juventud; lo segundo, para la generación adulta, las instituciones y tradiciones norteamericanas. Fue único, desde el principio, desde su primer contacto con el rock como intérprete y compositor, a la temprana edad de veintiún años. Todo en él, fue único en su relación con el rock; fue así bajo las siguientes figuras:
-presencia carismática;
– voz profunda y resonante;
-dominio del escenario;
-fuerza interpretativa;
-libertad individual, convertida de modo instantáneo en anarquía y nihilismo;
-búsqueda simbólica de una religiosidad ancestral y arcaica;
-misterio que irradiaba de la unidad de su voz, figura física y magnetismo carismático;
-autoinmolación resplandeciente en el fuego de su vigor juvenil;
-pasión dionisiaca, que giraba sobre sí mismo;
todo esto, y seguramente más, estaba marcado con el signo de la decadencia gradual del sentido de la existencia y de la obra proyectada hacia el mundo que, sin embargo, no se abrían -ni la una ni la otra- al mundo, porque no eran portadoras de una propuesta constituyente de pensamiento, mundo y realidad histórico-social.
Eso era Jim Morrison es su época: algo único, carente de sentido y eso se llama moda; pero fue una moda que se trascendió a sí misma, por efectos de la cultura y consumismo; fue algo más que moda; si bien es probable que el mismo Morrison se percatara que lo era, en diferentes momentos de su trayectoria con The Doors, la cultivaba por inercia, puesto que esa era su actividad, cumplida bajo el sometimiento del grupo a su magnetismo carismático. La moda que fue Jim Morrison duró más que él y que The Doors, porque la contracultura de California se identificó con ellos, en la época de la guerra de Vietnam, y lo mismo sucedió con la rebelión de la juventud de varias universidades norteamericanas contra el autoritarismo educativo y luego, contra el consumismo y el orden social establecido por el estilo de vida norteamericano. Jim Morrison trascendió a su figura de moda, por su estilo dionisiaco, anárquico y nihilista, signado con la indiferencia a la muerte, sin temor a la locura y por la tendencia –consciente o subconsciente- a la autodestrucción, con el recurso del sensualismo extremo.
“El estilo –dice Severo Iglesias- es la singularidad característica de las obras, pero se llama verdaderamente estilo cuando entronca con la época (…) los grandes estilos expresa las grandes tendencias o a las grandes formas de sensibilidad de una época (…) si no responde verdaderamente a las posibilidades de sensibilidad de una época, no llega a cobrar el carácter de estilo, la época es el referente”.[1] El estilo de Jim Morrison fue único, de principio a fin, siempre fiel a sí mismo, consumiéndose en el fuego que incendiaba su sensibilidad interior, y en el del sacrificio que significaban sus presentaciones en teatros y auditorios, cumplido en el acto en que se arrojaba al público apretujado junto al escenario; aquello era un acto de vida, muerte y resurrección, para volver a morir poco tiempo después, en tanto morían un poco más, su sensibilidad y cerebro, su corazón y orden fisiológico. Por supuesto que él lo sabía, pero mientras duraba el sacrificio, no le importaba el precio de la muerte. Desde esta perspectiva, el estilo de Morrison entroncaba –sin proponérselo- con la época que vivió, signada por el ambiguo sentimiento norteamericano de poderío incontrastable y oquedad espiritual que buscaba llenarse de algún modo, ficticio o sensualista, por ejemplo; lo primero, con la anestesia del consumo ilimitado; lo segundo, con el estímulo artificial y la intoxicación con alcohol, marihuana y LSD; por supuesto que semejante ambigüedad de sentimientos acabó por estrellarse contra la solidez histórica del sistema institucional, especialmente del judicial, y frente al cual acabó por sucumbir una voluntad negativa del orden funcional establecido; y no sólo se estrelló contra ese orden, sino que acabó por ser asimilado y convertido en un componente de la maquinaria del sistema establecido; esto también es parte principal del poderío norteamericano: su capacidad de absorber las novedades y disidencias, y ponerlas en el lugar que le merecen en la disposición de sus elementos componentes; es sabido: de ese modo explica Herbert Marcuse a la realidad norteamericana.[2]
8. Morrison como símbolo.
Es probable que la fama alcanzada haya resultado indiferente a Morrison; en cambio, la circunstancia de que comenzaron a resultarle tediosos los medios por los cuales llegó a la fama con rapidez, fue algo que, con toda seguridad, no le resultó indiferente. Que esto pudo haber ocurrido, se deriva de la consideración de su escape a París y alejamiento de Los Angeles; no fue casual que eligiera la capital francesa. Es probable que haya elegido París por la originalidad de la cultura francesa, sus marcadas diferencias con la sociedad norteamericana y tal vez, por la sensibilidad estética de la cual la ciudad es depositaria, junto con la universalidad del pensamiento y asiento de la acción política que transformó a Europa en más de una ocasión. Ciertamente que esta digresión es una especulación, pero pretende hacer justicia al acto de conciencia y momento de reconocimiento de la existencia cumplida, asumidos por Morrison, con la voluntad para cerrar un período de la vida –agotado por los excesos- y pretender un nuevo comienzo.
La unidad de estilo y moda en el caso de Jim Morrison es el fundamento de su concepto como símbolo; dice Claude Lévi-Strauss –el maestro de la antropología estructural- que el símbolo es la representación sensible de contradicciones irresolubles; en verdad, Jim Morrison es el creador de moda que, de modo único, es encarnación del significado del rock como representación sensible de contradicciones irresolubles. Jim Morrison era –y es- un símbolo, y como tal, era una contradicción irresoluble… para Jim Morrison.
Como casi nadie en el rock, Jim Morrison es la concreción de quien conquistó la simbolización de sí mismo y de su época, mediante el precio de la autodestrucción congruente con el esfuerzo y acto de liberación de los sentidos; resulta poco probable que haya habido diferencias entre la vida pública y la vida privada de Morrison: sus vicios públicos debieron ser sus vicios privados, y sus virtudes privadas, sus virtudes públicas. Puede resultar algo extraña esta última terminología referida al nihilista dionisiaco, que fue único, incomparable. Sin embargo, sí había algo de virtud: la búsqueda de realización de un sentimiento de religiosidad originaria. Junto con esta apreciación, aparece la consideración de su existencia como una vida integrada a su obra de rock, como un devenir de paradojas y contradicciones entre su nihilismo dionisiaco y búsqueda de religiosidad originaria, susceptibles de considerarse –una y otra- fundamentos de entusiasmo por la poesía. La misma tensión entre lo uno y lo otro, también aparece como origen de sus tensiones intelectuales y afectivas, proyectadas en la construcción de su obra poética, de tan dificultosa lectura y comprensión, al menos en las traducciones a la lengua castellana. Hay una correspondencia entre el magnetismo carismático de Morrison y su poesía; sin lugar a duda, hay una conexión de su carisma y poética, con las contradicciones y paradojas de la época que le tocó vivir. Un examen proveniente de la sociología del arte, bien construido y cumplido con rigor, podría demostrar esa conexión.
Sin lugar a duda, esa correspondencia y conexión, son figuras de la matriz de inteligibilidad –frase expresiva de la utilidad del símbolo- que puede continuar el pensamiento crítico que asume el examen del rock, del devenir norteamericano y de un personaje que representa -de modo único y peculiar-, a lo uno y lo otro. Esto es la actividad del pensamiento que siente el compromiso de iluminar la vitalidad extraordinaria del poeta-cantante que sólo al principio encontró rumbo propio y que no constituyó la voluntad necesaria para lograrlo. El pensamiento crítico aspira arrojar alguna claridad sobre el individuo que despertaba emociones poderosísimas y que cumplía en sus presentaciones públicas actos litúrgicos de sacrificio y alabanza a la vida sin límites, en los cuales él, era sacerdote y ofrenda, poeta y cantor de los himnos de vida, consumados en destellantes actos de agonía, matizados con placer y tensionados por el dolor de una agitación oscura, que salía a la luz para mayor desconcierto de un mundo que buscaba en él, un nuevo profeta dionisiaco que anunciara un porvenir diferente al hastío del sensualismo vacío.
[1] Severo Iglesias. La situación del arte en los tiempos actuales. Ed. La Mueca, 2003, Ibid. p, 100.
[2] Vid. H. Marcuse. El hombre unidimensional. Ed. Seix Barral, 1971, pp.31-227; Eros y civilización. Ed. Seix Barral, 1972, passim; El fin de la utopía. Ed. Siglo XXI, 1971, passim.