En la región lacustre de Pátzcuaro se conserva la memoria de la ofrenda a la muerte, sin recuerdo consciente del origen ancestral de esta festividad. En esta parte de Michoacán, durante los últimos días de octubre, muchos de los habitantes se dedican a la preparación de los objetos y ritos que les permitirán enlazar, en la subjetividad del tiempo, el mundo de los vivos con el mundo de los muertos. Con alegría recóndita y entusiasmo sagrado que sólo ellos pueden reconocer entre sí, los indígenas, -hombres dignos, inescrutables y sabios-, preparan los secretos de su conciencia para el reencuentro con la presencia de quienes ya dieron el paso al mundo de la incorporeidad. La noche del día primero de noviembre es el manto mágico que cubre el reencuentro entre la vida y la muerte como dimensiones intrincadas de un mismo tiempo-ser; esa noche también es instante propiciatorio para dirigir la mirada hacia el interior de la vida en búsqueda del significado del acto de la muerte como puente entre dos mundos que pertenecen a un mismo tiempo, a un mismo ser.
Antes de que llegue la noche del primero de noviembre los indígenas acuden al cementerio cargando sus ofrendas, velas y veladoras, adornos con papel de china y calaveras de azúcar. Llegan al lugar de reposo de sus difuntos y acomodan la comida y los adornos con una veneración que mezcla admiración y alegría, respeto y reconciliación; lo hacen con un silencio y alborozo que sólo brilla en la mirada; es un contento que sólo ellos pueden sentir porque es la certeza de unir dos lados de un ser único que todo lo abarca, que todo lo envuelve. Cuando cae la tarde casi todas las tumbas se han transformado en altares, donde el nombre, el lugar y las características de cada objeto tienen un significado mágico y sagrado que se sustenta en la memoria silenciosa del esplendor glorioso de un pueblo antiquísimo que encontraba la felicidad aquí en la tierra por el convencimiento de que con su permanencia aquí, participaba en un regazo divino, cósmico y eterno. Los altares transforman y honran las tumbas que abrigan hombres hechos de tierra, para satisfacción de los muertos, porque la tumba de tierra es el lugar de unión de los remontados hacia el interior del tiempo, con el ser, exteriormente revestido de tierra. Honrar las tumbas significa honrar la unión de la vida con la muerte y del mundo con el tiempo; es honrar a los vivos como tierra viviente y a los muertos no como tierra muerta, porque la tierra es inmortal, sino más bien como tierra liberada, purificada y perfeccionada.
Antropólogos, poetas, urbanistas, filósofos, arquitectos, diseñadores, músicos, fotógrafos, arqueólogos, astrónomos y místicos; norteamericanos, asiáticos, europeos, uno que otro africano, latinoamericanos y muchos, muchos mexicanos llegan a Pátzcuaro el primer día de noviembre en autobuses y coches particulares. Apenas oscurece y a veces, desde antes de la puesta del Sol, el muelle se convierte en una aglomerada romería donde hay de todo, desde solemnidad hasta descaro; admiración, curiosidad y desfachatez. Las múltiples caras del poliedro de la cultura occidental, capitalista y decadente se aglomeran en el muelle de Pátzcuaro y en las lanchas, que por lo regular atraviesan el lago en treinta minutos, ese día lo hacen en veinte, para llegar a la Isla de Janitzio. En cuanto las lanchas llegan al muelle de la isla, todos, absolutamente todos caminan por la calle en espiral para llegar al cementerio. Durante ese trayecto, necesariamente cuesta arriba, el visitante va confrontando la idea previamente elaborada con lo que va encontrando paso a paso, hasta llegar al “campo santo”, donde la imaginación estalla ante el encuentro con decenas y decenas de cirios, velas y veladoras que para nada le dan un toque fantasmagórico al lugar, más bien todo lo contrario, porque la noche tiene la claridad de una luz que significa un enlace con otra concepción del tiempo y de la vida; cada sepulcro parece un templo pequeño cuyo sagrario es la conciencia de quien evoca la vida del yacente bajo la tierra.
El visitante se encuentra de pronto ante tumbas rodeadas de velas de distinto tamaño y grosor, adornadas con papel de china con cortes primorosos pero enigmáticos y cortados con tijeras guiadas por manos mágicas que dejan huecos en el quisquilloso papel, como delicadas figuras y formas indescifrables que transmiten sensaciones arcaicas y sencillas, casi imposible de asimilar inmediatamente, porque se refieren a una concepción enigmática sobre el laberinto del tiempo, la vida y el mundo; también está la bebida y alimentos favoritos del difunto, y están las mujeres de negros cabellos largos, tejidos en apretadas trenzas, con sus ropas típicas, hechas a mano, cuyo diseño y técnica no ha cambiado en siglos; algunas descalzas, otras no, pero los pies de las primeras muestran la apertura de los dedos por la búsqueda de la raíz del cuerpo en la tierra y para nada parece importarle las grietas ni las uñas engrosadas. Son como pies de barro petrificado que envuelven una delicada trama que empezó a formarse desde la primera vez que los pies de una niña se posaron sobre la tierra y puede ser que ese acto haya sido algo así como darse cuenta del estar en un mundo primigenio que desde siempre le había pertenecido. Otras mujeres usan zapatos, pero ninguna, absolutamente ninguna dirige la vista hacia los extraños. Todas, absolutamente todas, muestran una mirada que parece expresar recorridos inaccesibles y profundos, innavegables para quien no conoce la esencia del ser y del tiempo; parecen miradas que vagan por entre los recuerdos arquitectónicos, helados y transparentes de sensaciones y dioses que unen a la vida de este mundo con otro mundo, eterno y cerrado, que sólo se abre una vez al año, no exactamente para que regresen los muertos, sino más bien para que en su umbral se unan las almas de los que todavía están aquí con las de quienes ya superaron determinaciones materiales y relativizaciones del tiempo. A veces, los visitantes pueden asistir al momento supremo del ritual, que llega cuando los grupos familiares cantan con un lenguaje musical y sagrado y que no puede menos que parecer la rememoración de un antiquísima práctica guerrero-funeraria como homenaje final para ciertos hombres transfigurados en semidioses. Esos grupos no dejan de ofrecer la imagen de la vida social primigenia dominada por la obsesión de no desligarse de las sustancias indestructibles y prolíficas, eternas y fertilizantes.
Los visitantes transitan por entre las veredas que separan las tumbas y a su paso perciben conversaciones y soliloquios sostenidos en una lengua suave y discreta, musicalizada y enfática que sumerge a los indígenas en un diálogo que desdobla y aplana los pliegues del tiempo y que une a la vida con el recuerdo en una misma experiencia y que durará aquí, sembrada en la tierra, donde será vitalizada con la contemplación y el trabajo sobre las cosechas, fertilizadas por las lluvias que consigo trae el descenso a la tierra de las potencias mágicas de la fertilidad.
Casi todos los visitantes llevan cámaras fotográficas o de video; muchos de ellos llevan alcohol en la sangre y cerebro y así caminan entre las tumbas, como desconcertados; casi en nada se diferencian de estos quienes no ingieren alcohol, porque caminan entre los sepulcros y parecen como maravillados ante la imposibilidad de comprender inmediatamente las formas subjetivas y prácticas con que los indígenas traspasan la vida y la muerte en sus dos direcciones. Puede ser que sólo por esa noche la embriaguez significase el esfuerzo insuficiente de una valentía inútil para intentar rasgar el velo enigmático con que la cultura occidental ha cubierto a la muerte desde hace dos o tres milenios; puede ser entonces un acto de valentía para asomarse a un ritual que cada año se profana más y más. Pareciera que la conciencia occidental sólo puede resistir el impacto del encuentro con otro significado de la muerte con la condición de que los sentidos estén aturdidos y aletargados, o tal vez esto sea algo así como un intento inconsciente para tratar de intervenir, aunque sea de manera superficial en un rito enigmático, profundo y consagrado, en el que solamente pueden participar los elegidos por sus propias divinidades para revelar a ellos los secretos del tiempo, la vida y la muerte.
A muchos indígenas, ya profanados y corrompidos, les importa mucho la llegada de los mestizos y extranjeros, porque traen dinero; si estos quieren oír cantos que no comprenden, filmar altares o fotografiar ofrendas, tendrán que pagar. Para otros indígenas, los visitantes son extraños, llegados de lugares donde la muerte es la figura del dolor y desesperación, de la culpa y arrepentimiento, donde el morir es considerado un acto de despedida final. A estos indígenas sólo les importan sus meditaciones y recuerdos que los sumergen en un viaje imposible de compartir, hacia el fluir de su propio tiempo interior que se diluye en el tiempo cósmico que envuelve con su protección a una tierra consagrada a los dioses y favorecida por estos. Así como se cumple el ritual en Janitzio, igual sucede en otras poblaciones del lago y región patzcuarenses. Mito y magia, experiencia de que la vida y la muerte son pliegues de un mismo tiempo, cantos de los vivos y veneración de los muertos; lo sagrado y lo mundano, parecen unificarse en una noche cuya luminosidad y cánticos quisieran llegar hasta el pórtico de la eternidad, a donde se puede entrar y salir a condición de obtener la anuencia de los dioses que todo lo ordenan y todo lo conducen desde más allá de las constelaciones.