Jorge Vazquez Piñon

VISION DE CHETUMAL

Aeropuerto

En pocos minutos el poderoso avión de pasajeros desciende de diez mil metros de altura, al nivel del mar. Luego de una perfecta maniobra de aterrizaje se detiene por completo. Disfruta uno de los últimos segundos del bienestar ambiental de la cabina y todos los ocupantes nos disponemos a abandonarla. Son las siete y treinta de la noche. Recojo mis dos maletas de viaje, y me aproximo a la puerta de salida. Llego ahí y me detengo unos instantes. Treinta y dos grados centígrados de temperatura ambiental nos reciben, nos envuelven, nos atrapan; se apoderan de nosotros en un instante y se siente como un cálido abrazo de bienvenida que da la naturaleza, en un lugar donde se unen la selva y el mar. Desde ese momento entendemos que en esta parte del mundo el calor es el supremo poder, la sustancia cósmica que fecunda su propio reino; desde ese instante reconocemos la inútil imposibilidad de resistirse a la seducción de lo invencible, de lo imperial. A partir de entonces, el calor es compañero inseparable y guía que no conoce la fatiga; se define como el ambiente generoso, y pareciera darnos una nueva piel para sentir cada uno de los poros del rostro cautivado por una noche saturada de sofocación y humedad que todo lo envuelven, que todo lo abarcan… Instantes después se siente la sed, pero no como una sequedad que desespera, al contrario, se siente una sed que agita como la emoción del deleite que aguarda con la llegada del primer trago de agua, la compañera eterna del calor, porque ahí no se siente como su opuesto, sino como su complemento.

La Ciudad

La ciudad de Chetumal vive en un continuo baño de luz. La densa nubosidad ocasional nunca demerita el resplandor imperial del cielo de este extremo de México. La noche no es su rival, es el lecho donde reposa la luz que se atenúa sin extinguirse jamás.

La ubicación de la ciudad es a la vez que su gloria y orgullo, la condición de su tormento, por su origen y dolor, por su historia. Es una ciudad que brotó en el corazón de la naturaleza, entre la selva y el mar y bajo el trono soberano del calor; la cobija un cielo radiante y muy cerca la ciñe uno de los ríos más esplendorosos, que abriga la frescura acumulada a su paso por entre los bosques tropicales.

Chetumal es una rebosante orilla de México, es como su último borde, entre la selva y el mar, porque más allá, sólo un poco más allá, están otros países, dos subcontinentes que parecen el prolongado fondo de una América que se alarga y alarga, hasta penetrar entre dos océanos, para casi tocar las proximidades antárticas, donde el calor de Chetumal no es imaginable, como en Chetumal no es concebible la helada soledad de la blancura de la eternidad.

El calor vigoroso y húmedo es el orgullo de la vida que concentra y extiende Chetumal. También es la causa de su cicatriz, sensiblemente dolorosa. Es una ciudad con un pecado original, cubierto por la selva y que el mar trata infructuosamente de lavar con sus verdes aguas. Es curioso que casi nadie hable de los orígenes de la ciudad, parece que no importa. Pero esto no puede ser posible. En el aterrador libro de John Kenneth Turner, escrito en 1908, queda para la historia de siempre; ahí hay referencias sobre el pavoroso penal de Payo de Obispo, fundado en el porfiriato como lugar de destierro y exilio para los desgraciados que caían en la tentación sin nombre ni remedio, de convertirse en opositores políticos de aquel régimen. Es mejor no preguntarse cuántos de aquellos que llegaron a esa colonia penal, lograron salir con vida de esa prisión.

El mar todo lo purifica, pero no todo lo perdona, aunque sólo él sabe el tiempo que le tomará hacerlo… y sólo los hombres de esta región pueden saber las acciones que son necesarias para alcanzar el perdón del pecado original. Tal vez por esto en la memoria colectiva de la ciudad parece no existir el rencor, sino más bien el respetuoso temor hacia el mar, por lo general dormitante en la placidez de su extensa bahía. Pero en varias ocasiones se ha erguido con majestad enfurecida, atronadora y justiciera sobre la tímida doncellez de la ciudad, para estrujarla con terribles vientos, para invadirla con poderosísimos oleajes que se han llevado al fondo del océano construcciones y vegetación, habitantes vivos y muertos, huellas del pecado y voluptuosidad, arrepentimientos tardíos y vidas soberanas. Luego del miedo indescriptible y sin nombre que se retuerce en las entrañas por el anuncio y presencia de los ciclones, siempre ha vuelto la calma y con ella, la voluntad indestructible de sus habitantes para reconstruirla una vez más. Con temor y temblor, la gente toda, jóvenes y viejos, recuerdan porque lo vivieron o lo han oído, los ciclones de 1930 y 1952, que parecieron un fin del mundo más negro y atronador que el mismo diluvio universal. Varias veces la ciudad ha renacido entre las arenas que el oleaje enfurecido exhumó del sudario del océano, donde reposaron por millones de años, para dejarlas luego a la vista de la mirada atónita de los hombres, que con incredulidad las han contemplado como destino final de todo lo que existe. La ciudad siempre ha renacido al amparo del calor tropical y con la ayuda generosa de los bosques selváticos que la rodean hacia el norte, oeste y sur porque al este se encuentra el mar, siempre el mar.

La ciudad es orgullosa y temeraria, como desafiante de su tragedia original. Como muestra de esto, ha definido su cintura de este a oeste, impregnada de incitación y voluptuosidad y en la forma de un espléndido boulevard, que la separa y une con el mar. Se construyó sobre la playa, y por ello, el mar fue empujado hacia dentro de sí mismo, por lo que este magnífico paseo es un prolongado malecón que parece cortejar con caricias acuáticas la cintura de la moderna ciudad, aunque nadie podrá saber jamás si el mar habrá renunciado a la playa que le fue expropiada. Por lo pronto, no dejan de parecer caricias resignadas a su perpetuo encrespamiento.

Cenote Azul

La ciudad de Chetumal tiene dos salidas por carretera. Una parte hacia el norte, y llega a todas las poblaciones y sitios importantes de Yucatán. La otra va hacia el oeste. Salir por esta segunda vía es una sorpresa impactante, por varias razones. Al salir del área urbana la carretera cruza por el área reservada a las instalaciones industriales, y que aún no existen. Hasta ahora ahí sólo destacan una congeladora y almacenes, así como el cárcamo de bombeo que abastece de agua potable a los habitantes de la ciudad, que parece brotada del agua y construida sobre el agua, que depende del agua, y que recibe el agua de la lluvia desde septiembre hasta marzo.

Al continuar el tránsito hacia el oeste se pasa por poblaciones con nombres como Ucum, Huay Pix y Sacxan. Es casi imposible resistir la tentación de referir estos nombres enigmáticos y melodiosos a la grandeza misteriosa de quienes habitaron esta región hace mil años y que desaparecieron de la historia con toda dignidad, junto con sus solemnidades sacerdotales y significado original de los nombres de sus dioses, sin dejar mayores rastros de su vida cotidiana, de la que sólo quedan sus testimonios de piedra calcárea, que desafían con su arquitectura, tanto al tiempo y el clima, como a la inteligencia de la arqueología y antropología juntas. Esta súbita meditación cede el paso a la fascinación por el paisaje del bosque tropical que bordea ambos lados de la carretera; con esto surge el impacto visual de la vegetación lujuriosa que parece pugnar por unirse otra vez, por encima de la carretera, incrustada como un dardo en el palpitar de la vida vegetal.

El verde clorofílico rivaliza en fervor y exuberancia con los bancos de nubes y destellos atmosféricos. Un letrero del lado derecho indica la breve desviación hacia un lugar llamado Cenote Azul. Desde la brecha de la desviación se aprecia el panorama del encanto. Para llegar a la orilla de este se desciende por un corto tramo de escalones y se cruza un inmenso restaurante, que tiene la forma y techo de las antiquísimas chozas de los orgullosos mayas, dueños eternos del espíritu de estos lugares.

La visión del agua atrae, hace concebir al cuerpo por un instante como labrado en el más noble y puro metal que se doblega sumiso a la fascinación magnética de la fuente que promete los placeres más sublimes. Ahí, en el restaurante, colgada en un soporte de madera, una coraza de tortuga de tamaño extraordinario atrapa la mirada. Y ahí está, no fue posible saber desde cuándo, ese resto esquelético como testimonio de la majestad de la vida sobre las regiones submarinas; ahí está ese viejo caparazón que encierra entre sus placas las claves indescifrables de la evolución de la vida inacabable. La percepción sobre este resto calcificado, que parece encerrar la esencia del mar, sólo dura unos instantes: un poco más allá está el agua refulgente de luz.

El Cenote Azul es como un espejo que simultáneamente refleja y transparenta el cielo, pero no es sólo esto. Tiene su identidad propia, y consiste tanto en la seducción del azul transparente que se extiende hacia los horizontes aéreos y acuosos, como hacia dentro de sí. La luz penetra y penetra en el azul del agua y este cristal líquido la abriga y se abre a ella. Es evidente la sensación de que ahí el agua y la luz son una sola onda que incita a los cuerpos magnetizados a la unión inmediata y sin condiciones con esa agua y con esa luz, que se ofrecen como a la entrega de un beso supremo capaz de disolver todos los temores y fantasmas de la vida entristecida. Es la incitación para abrigarse en la caricia que guarda el vientre de la tierra y la esencia del agua, depositada desde el principio de los tiempos en el fondo del abismo calcáreo de noventa metros. Hasta ahí han tenido que llegar experimentados buceadores para rescatar a los ahogados, que tal vez sucumbieron por el deleite extenuante del beso de los minerales primarios y contacto suave con las sustancias primigenias.

El Cenote Azul es un espejo donde la mirada no busca su propio reflejo en la superficie; la pupila se contrae en el esfuerzo por concentrar toda la luminosidad que es capaz de resistir, gloria estallante de la naturaleza que ahí parece olvidar todas las afrentas y agravios, aunque esto sólo es una ilusión que vanamente pretende ser un sustituto del acto de pedir perdón.

Con toda intención, y sabedor de la leyenda, el cuerpo se adentra con cautela y respeto en el cobijo de esa agua tibia y acariciante, con el ferviente anhelo de que se cumpla la tradición, que dice lo siguiente: “quien ve las aguas del Cenote Azul, y se moja en ellas, un día volverá”, inclusive para morir ahí, agregaríamos, aunque morir en tal lugar parecería la promesa del tránsito hacia el regazo de las divinidades eternas a las que se consagraron los mayas. El gozo del cuerpo es supremo cuando en él parecen confluir la intensidad del cielo, la pureza del aire, la dulcificante tibieza del agua, la firme seguridad de la sigilosa tierra quienes, como potencias cósmicas, se anudan alrededor de un cuerpo estremecido por la dicha de palpar las esencias del Ser.

Zona Arqueológica

La carretera de Chetumal hacia el oeste es la ruta número ciento ochenta y seis: une a esta ciudad con Escárcega, Campeche, Villahermosa, Veracruz y México. Esta carretera pasa por el campamento militar y por un buen tramo, es paralela a la pista del aeropuerto internacional. En este rumbo está el centro penitenciario. No puede uno dejar de sentir cierto estremecimiento al pasar por ahí, porque es imposible dejar de considerar como será la vida en prisión, y con semejante calor y también porque haber sido una colonia penal es el origen histórico de la ciudad capital del estado de Quintana Roo. La contemplación de la feracidad de la vegetación tropical hace posible el relajamiento y curación del estremecimiento ante la pérdida de la libertad objetiva y civil, pero la aplicación de la justicia verdadera si bien puede resultar dolorosa, nunca debe ser lamentable.

Cincuenta y dos kilómetros más adelante hay un crucero, cuya corta desviación hacia el sur llega a la zona arqueológica de Kohunlich. Durante la travesía de ese breve camino asfaltado es posible mirar la vida invencible del bosque tropical, con el que sólo el campesino maya sabe conciliarse y arrancarle un trozo de tierra labrantía como gracia que ese poder le concede para cultivar maíz. Sólo quemando se despeja la vegetación y el campesino debe empezar su trabajo de inmediato, entre las cenizas aún humeantes, antes que la selva recupere su vigor aletargado por el fuego.

Está prohibido el acceso de vehículos a la zona arqueológica. Estos deben ser estacionados en las inmediaciones, a la orilla de la selva. Al descender de los autos llega a uno de manera tan inmediata como súbita el rumor de la vida dueña de la selva. Nada de grandes animales; llega el rumor de millones y millones de insectos, muy parecido al de las cigarras y que comienza justo después del estampido de un relámpago y así continúa por unos minutos. Luego, como si recibieran una orden proveniente de la célula primigenia de la vida selvática, callan todas, absolutamente todas, tan de súbito como empezaron. Esto no deja de surtir cierto efecto hipnótico y entonces algo arcaico y profundo se remueve en el sustrato más íntimo del ser consciente, porque poco a poco uno pretende encaminarse hacia el bosque estallante de verdor y humedad, como atraído por un llamado inaudible de la selva, pero que se capta por algún sentido primitivo, porque en los bosques selváticos se forjó la especie humana primigenia en medio del sufrimiento del peligro que encierran los enigmas aún inaccesibles del comportamiento de la vida ponzoñosa de los bosques tropicales.

Como cualquiera otro lugar maya, Kohunlich está impregnado del misterio que envuelve a esta cultura que vivió obsesionada por el encanto del tiempo y en la fascinación matemático-astrológica para calcular los ciclos celestes hacia el pasado remoto, como en búsqueda del origen cero del cero y también hacia delante, hacia un futuro solamente sondeable a través de intrincados sistemas numéricos sexagesimales, a donde sólo podía penetrar el pensamiento sacerdotal, con su mezcla inseparable de magia y ciencia, de terror ante lo infinito del tiempo y de los números, y de serenidad por la arrogancia que les dejaba saberse poseedores de la clave para moverse en el pensamiento de las divinidades.

Hay ahí pirámides, una totalmente descubiertas y reconstruidas, otras semi-reconstruidas y otras que se adivinan en los montículos aún cubiertos de arbustos y árboles. También hay un juego de pelota, en medio de cuyo patio de césped se yergue arrogante una variedad de palmera que no tiene tronco, sus grandes ramas lanceoladas brotan inmediatamente de la raíz. Al fondo de la zona arqueológica está el monumento principal: la gran pirámide con su majestuosa escalinata. Autoridades competentes han colocado un techo de vegetal deshidratado sobre la escalinata, que cubre a la vez la parte superior de este edificio. Este anexo tiene el propósito de proteger los imponentes y enigmáticos mascarones adosados a las paredes de cada uno de los tres cuerpos de la pirámide así escalonada.

Kohunlich da la impresión de haber sido un gran centro ceremonial perteneciente al llamado periodo preclásico maya y que fue abandonado largo tiempo; asimismo, sugiere la idea de que, en el auge de su periodo clásico, la cuidad ceremonial fue recuperada y conservada como recuerdo para honrar a los antepasados que hicieron posible su glorioso esplendor de aquel presente, tan magnífico como irrecuperable. Esta idea proviene de la marcada diferencia que existe entre el estilo rústico de todas las construcciones y la finura preñada de símbolos y expresiones que caracterizan a los imponentes mascarones, que no pueden menos que representar divinidades del agua y del tiempo, de la lluvia y de los números o tal vez, a soberbios sacerdotes que signaban en sus personas la magnificencia de la sociedad maya. Subir a la cúspide de la pirámide encierra la emoción superior del panorama de la selva inabarcable que rodea a este lugar; se agota el poder de la mirada y el esplendor del bosque tropical sigue y sigue, entre breves ondulaciones de un terreno marcadamente plano. La percepción de esto da ocasión para tratar de reconstruir un poco los pensamientos de los hombres sagrados que presidían esta cultura, cuando contemplaban el verdor de la vida extendiéndose en todas direcciones, bajo el patrocinio del tiempo y según el gobierno de los números, que tal vez les parecieron como repitiéndose en ciclos eternos.

Al contemplar con respeto y admiración semejante exposición del furor lujurioso y voluptuosidad de la naturaleza, se hace presente la leyenda de la X-Tabay. Antes de decir algo a este respecto, es oportuno anotar que la “x” del idioma español simboliza el fonema maya equivalente a la unión de la “s” con la “ch”, de tal modo entonces que la pronunciación del nombre de esta leyenda, que a lo mejor no es tanto, es algo así como “schtabay.” Hay quienes quieren ver en esta tradición oral el equivalente de la leyenda de la Llorona, predominante en el altiplano de México.

Es una tradición que se refiere a una mujer habitante del bosque tropical que se deja ver y atrae a los hombres, los seduce hacia el interior y ahí los estruja contra la hermosura de su pecho, y no se vuelve a saber de ellos. Dadas estas características, no parece haber mucha semejanza entre ambas tradiciones orales.

La de X-Tabay guarda en sí el símbolo de la selva como la feminidad que no puede ser vencida ni conquistada; contiene la idea de que a la selva se le domina obedeciéndola, sin violentarla jamás; si esta condición se cumple, entonces la selva se abre a la revelación de sus misterios y poderes y esto no puede menos que significar el deleite ante la contemplación de la verdad, lo mismo de un concepto que de un cuerpo.

Ni duda cabe que el estudio integral de Kohunlich es la promesa de trabajo acucioso y tal vez inagotable, para inminentes generaciones de arqueólogos y antropólogos decididos a destinar la parte más vigorosa de sus vidas al intento descifratorio de los enigmas laberínticos de los mayas. En tanto esto sucede, ahí reposarán por siempre los testimonios de piedra de la grandeza milenaria de una sociedad que no sobrevivió a sus propias concepciones del tiempo.

Bacalar

La belleza del trópico en Chetumal y sus alrededores se capta en una intuición que, a pesar de quererlo, no logra abarcarla en su totalidad, de manera inmediata. Sólo logra percibirla como una voluptuosidad cubierta por finísimos velos que transportan la promesa de un deleite insospechado. Es una belleza que encierra la magia y el misterio, la bondad y la muerte que la naturaleza abriga en sí misma, con el propósito de hacerla durar mientras la tierra y la selva sean la tierra y la selva, en medio del calor húmedo y del viento que sopla desde el mar. Es como el encanto de la X-Tabay.

La mirada aprende con rapidez que los velos que cubren la hermosura caen por sí mismos, si se sabe tener la paciencia suficiente para aceptar el ritmo propio de las caricias seductoras del agua y calor, de la luz y vegetación.

Después de diecinueve kilómetros sobre la carretera ciento ochenta y seis, está el crucero con la carretera que va hacia el norte de la península, y que corre pegada a la costa del Caribe. Entonces es la carretera trescientos siete. Veinte kilómetros adelante están el pueblo y la laguna de Bacalar. Es único en el mundo el espectáculo que ofrecen las tonalidades transparentes del azul. Parece que en ellas se quedó atrapada para siempre un rasgo de la luz primigenia del universo; evoca el primer suspiro de la vida al inhalar el agua y el viento. Las diversas teorías cromáticas palidecen y tornan humildes ahí, donde la luz se hace agua y el agua se hace tiempo que desborda belleza que perfuma la mirada. Los mayas conocieron este lugar, que debió ser sagrado, hace mil años. Es seguro que, así como lo veneraron, igual lo amaron, desde la silenciosa profundidad de sus corazones cautivados por el estado líquido del tiempo. Quizás esta fascinación despertó en ellos un prístino estremecimiento por lo que tal vez consideraron era el color del tiempo.

La laguna de Bacalar debe tener una longitud aproximada de sesenta o setenta kilómetros, por unos dos o tres de anchura y se extiende de suroeste a noreste, en medio del bosque tropical y su extremo norte queda a una distancia muy corta de la intrincada bahía de Chetumal, que se adentra quisquillosamente en la tierra, como un erizado canal. Casi nada de tierra firme separa el agua del verde mar del agua de variedades azuladas de la laguna. Tal parece que, en un pasado no lejano, la laguna de Bacalar era un amoroso brazo de mar que estrechaba la cintura de la selva y el dorso de la tierra. De otro modo no es explicable que, en el pueblo del mismo nombre, distante como cincuenta kilómetros de la playa, se haya construido el Fuerte de San Felipe, que, por su ubicación, tenía el claro propósito de contener y rechazar las incursiones de buques piratas y mercenarios que se adentraban por el canal caribeño para aprovecharse de la riqueza acumulada por las encomiendas españolas.

En el pueblo y a orillas de la laguna más hermosa del mundo, se encuentra la Casa del Escritor, muy cerca del fuerte que protegía a la explotación colonialista. La Casa del Escritor es como una utopía literaria. En un lugar establecido en la única finalidad de dar albergue a quienes viven la pasión por la escritura, ya sean mexicanos, del Caribe o Centroamérica. Previos arreglos con las autoridades del Instituto Quintanarroense de Cultura, se puede permanecer ahí casi todo el tiempo necesario para escribir un poema, una novela corta, como las de Balzac, o larga, como las de Tolstoi; obras de teatro, o un tratado filosófico, como los fragmentos de los presocráticos, o los intrincados escritos de Heidegger y Sartre sobre la impenetrabilidad del Ser y la tortuosa lucha incesante del pensamiento para recuperar la esencia del ente supremo, que una vez contempló la conciencia de la humanidad a través de la mirada de los filósofos jonios, algo que tal vez también vivieron los mayas, durante el milenio de su permanencia en armonía con el Ser y comunicación con el Tiempo, con la selva y los periodos estelares.

Aeropuerto

La visita a Chetumal llega a su fin. Los pasajeros esperan abordar el poderoso avión que los regresará al centro de México; una vez en cabina, brota la emoción de la despedida y la gratitud por los momentos vividos en contacto con lo maravilloso y mágico de una región donde se acaba un mundo y comienza otro, donde flota el aroma de las esencias primarias y se capta la silenciosa majestad de las potencias que todo lo generan y abrigan. El avión comienza a rodar para dirigirse a la pista principal y luego de llegar ahí, acelera a fondo los motores a reacción y se levanta de la pista. Es el momento de decir:

Adiós, sol de Chetumal;
adiós, brisa del mar;
adiós, luz de Bacalar,
adiós, calor tropical.

Son las palabras de la despedida; también son el símbolo de las experiencias que el viajero llevará por siempre en el corazón y memoria, porque el sol y el mar, el calor y el bosque tropical, son recuerdos inmortales que quedan en un pensamiento solitario como signos del amor purificado de todo deseo, como imagen de la belleza perfecta.

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